miércoles, octubre 10, 2007

Después de varios días de intensa inactividad varados en aquella cala, decidieron recorrer alguna ruta para recuperar un poco la verticalidad y se dirigieron al camino del volcán.

Tras de sí dejaron el ya familiar paisaje árido y plano que lo dominaba todo, salvo la franja de costa, para adentrarse en un camino que se abría de pronto, como una puerta a otro mundo, con una vegetación y una orografía completamente distintas.

Dominaban el blanco y el verde; el primero para la tierra, algunas rocas y los troncos de los árboles, y el verde y verde amarillo para las hojas, e incluso un pájaro que se presentó ante ellos a modo de recibimiento al principio del camino.

Las plantas se les hacían extrañas, por su abundancia y por sus formas; parecía una vegetación primitiva, del tipo que suele haber en un suelo volcánico, que daba un aire de sueño al paseo, en aquel entorno poblado por seres poco familiares a la vista.

A los lados se fueron viendo cada vez más rocas negras y rojas, que se mezclaban a veces y se empujaban unas a otras. El óxido de hierro embellecía aún más y hacía más frescos los verdes.

La nitidez de los sonidos, sobre el profundo silencio, evidenciaba la bendita escasez de presencia humana; salvo por nuestros pasos, pájaros, algún insecto, lagartijas y no sé qué más fauna, se escuchaba habitar tranquilamente aquel reino, apacible y raro.

Tras un par de kilómetros alcanzamos un lugar en el que el camino terminaba en una extensión cóncava salpicada de arbustos y sobre todo de rocas oscuras, por donde seguimos caminando, y al seguir con la vista el entorno girando sobre nosotros mismos, pudimos ver que estábamos en medio del inmenso cráter del volcán que buscábamos, inactivo desde hacía milenios y que había dado lugar a aquel extraño jardín que lo reodeaba...

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